Me asombró su entusiasmo. Eran historiadores todos. Sabios especialistas en la historia española del siglo veinte. Yo no. Mi saber académico se restringe a zonas muy precisas de la filosofía barroca. Pero creía haber aprendido en ellas que conocer y entusiasmarse son incompatibles. Y los sabios en siglo veinte, en medio de los cuales yo me sentía un marciano, se liaban a tortas sobre un hecho de hace setenta y cinco años, con la pasión entusiasta de irles vida y hacienda en ello… A lo mejor, a mí no me afectaba porque no soy historiador. O, a lo mejor, porque ya me afectó en los primeros años de mi vida. Lo bastante como para aburrirme: nacer entre los derrotados curte mucho. Y algo enseña: que uno no está dispuesto a que nadie haga fortuna, personal o política, a costa de uno. La guerra de 1936 fue. Nos jorobó la vida, en diversas medidas, a todos. A algunos, nos la quebró antes de que naciéramos. Quien quiera hacer con eso poesía, o es tonto o es más malo aún de lo normal.
Nada en la España de hoy es comparable a aquella tierra mísera y bárbara que encontró en el placer de descuartizar al vecino el único sedante a su medida. Quienes ejercen el oficio de estudiar eso debieran, más que ningún otro, atenerse a la cautela primordial del análisis científico: recopilar datos, analizar series, fijar redes causales, fechar puntos de quiebra y desencadenantes. Y jamás hacer un juicio de valor. Debe de ser, sí, que lo mío es el siglo XVII. Y su postulado básico: humanasactiones non ridere, non lugere neque detestari, sed intelligere; lo cual, en román paladino, vale por decir que, en cuanto a los actos humanos concierne, de nada valen burla, contento o desagrado. El afecto es conmovedor y estéril: es óptimo en la intimidad, y allí termina. Sólo entender nos libera de ser bestias.
Los viejos del 68 suelen repetir mucho la misma boutade: si alguien te dice que recuerda donde estuvo, es que no estuvo. Los años me han ido enseñando que es así siempre. También entre nosotros, sobre todo entre nosotros, sobre todo en aquello que concierne a esos tres años de guerra que parecen haber sido lo único digno de rememorar de nuestro siglo. Y en aquello que concierne a lo de luego. Cada vez que oigo a alguien de mi edad lamentarse a grandes voces de la amarga represión sufrida durante el franquismo, sospecho en él a un hijo de preboste franquista; cada vez que oigo a alguien de mi edad alzar elegías sobre la democracia asesinada, imagino sus fotos de familia con camisa azul y pantaloncito corto… A veces, hasta me equivoco… El dolor de verdad es silencioso. Quien lo grita o lo exhibe, está trocando el absoluto en calderilla. Por mí, que cada cual vaya haciendo con sus recuerdos la leyenda biográfica que le dé la gana. Con sus recuerdos. Con los míos, no.
No hay otro rincón europeo en donde la incapacidad de objetivar el trágico siglo veinte haya llegado tan lejos. Y haya contaminado tanto a quienes deberían estudiarlo. Pasaron tres cuartos de siglo —se dice pronto: ¡tres cuartos de siglo!— y los historiadores de aquí se siguen proclamando parte de uno u otro bando. ¡Cuánto más barato les saldría contratarse a un buen psicoanalista! ¡Y cuánto más barato nos saldría a todos!
Gabriel Albiac (ABC 20 de Julio de 2011)
Gabriel Albiac es hijo de uno de los oficiales sublevados en Jaca, en diciembre de 1930, a favor de la República. Su padre fué un alto oficial del Ejército Republicano en la Guerra Civil. Después de la misma fué encarcelado y expulsado del Ejército. Gabriel se casó con la hija de Julián Grimau, dirigente comunista fusilado por los franquistas. El mismo Gabriel, catedrático de Filosofia de la Complutense, fué militante del PCE durante los últimos años de la dictadura.
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