Era un viernes cualquiera y Carlota había quedado con sus amigas para la tertulia semanal. Como la cafetería en que se reunían distaba apenas cien metros de su lugar de trabajo, iba paseando tranquilamente.
Hacía calor aquel septiembre insólito, en su ciudad, demasiado al norte para aquella canícula tropical. Incluso a ella, que amaba el Caribe sin haberlo visitado, y que, quizás por ello, se imaginaba el paraiso como una playa cálida, de arena alba , mecida por la brisa marina, que la acariciaba mientras daba cuenta de un daiquiri.
En estos viajes andaba Carlota cuando lo vió. Negro como el azabache, flaco como su porvenir, pero sonriente. Conocía a Selim de cruzárselo todos los dias al entrar y salir de su trabajo. Educado, insistente, sentado en el suelo, rodeado de marfiles, CDs piratas y tallas de madera exóticas que desentonaban tanto como él en aquel empedrado granítico. Lo saludó con una sonrisa, entre amable y solidaria, y se dispuso a seguir el camino de su tertulia. Había terminado de inspeccionar con curiosidad rutinaria la "alfombra mágica" del subsahariano cuando se percató de una pequeña figura que hacía guardia en un extremo de la estera.
Era una de aquellas bolitas de cristal, con peana, que guardaban en su interior una miniatura, sumergida en agua, en cuyo fondo descansaban unas partículas blancas que, al agitar la bola, simulaban una tormenta de nieve. En este caso la figura sumergida en la bola era una diminuta moto vespa.
Impulsada por un relámpago interior, Carlota cogió la bola y la agitó. Selim intentaba adornarle las cualidades del objeto sin saber que nada de lo que dijera podría mejorar lo que ella estaba pensando.
Porque Carlota habia sido transportada a finales de los años sesenta. A su pueblo natal- Macondo, Innisfree, Brétema- y a un tiempo mítico en que todo, menos lo real, era posible. Porque lo que más le gustaba a ella era acompañar a su padre en su primer vehículo; la vespa azul. En contra de los deseos de su madre, y exponiéndose a una gran bronca, conseguía que su padre- del que sacaba todo lo que se proponía- la dejara subir en la gran bolsa que este había enganchado al manillar y que caía hacia dentro, entre las piernas del sufrido progenitor.
Aunque el padre había colocado allí la fuerte bolsa por motivos de trabajo, Carlota en seguida le encontró otra utilidad. Pequeña, delgaducha y no muy alta para su edad, se metía en la bolsa cuando sabía que su padre iba a coger la moto. Entonces, protegida entre las piernas del cabeza de familia y el frente de la Vespa.¡Que feliz era desafiando al viento de cara, al frio, incluso a la lluvia, cuando con su mirada de lince avisaba al padre, antes de que este se percatara, de las emboscadas que les tendía la Guardia Civil de Tráfico. Y entonces reía triunfante, como reía su padre...
Por eso ahora, en la cafetería de los viernes, sus amigas de la tertulia. no entienden porque prefiere mirar ensimismada con los ojos brillantes, esa chorrada de motito azul, dentro de una bola de cristal, llena de agua, que comentar el último modelito de la Princesa Letizia
¿Te supone el Año Nuevo un reto?
Hace 4 años
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