Una Jornada de Enero.


Fuera caía la tarde. Los últimos rayos del sol frío luchaban por asirse a las cristaleras que los coruñeses llamaban galerías.A pocos metros los navíos británicos maniobraban para recoger, lo mas temprano posible a las agotadas tropas que se agolpaban en el puerto. Solo los ilesos y los heridos mas leves. Los otros se apiñaban en los bajos de las casas portuarias. Estas eran ahora escenario de una tragedia. Aquellos soldados que se habían retirado en orden seiscientos quilómetros; que habían contenido al francés a las puertas de la ciudad, yacían ahora, hacinados, sentados contra paredes ensangrentadas o echados sobre mesas o suelos sucios, aguardando su última hora. Pero no estaban solos. En la planta superior de una de esas casas, su general, Sir John Moore, agonizaba rodeado de sus mas estrechos colaboradores, en una cama extraña, muy distinta de la que añoraba, en su querido Edimburgo, que nunca volvería a ver.
Ajena al destino del joven y bravo general, María ocupaba su mente en retrasar lo inevitable. El fin de aquellos desdichados. Siguiendo las indicaciones del doctor Lage. Aquel anciano bondadoso, con barba de chivo y demacrado, había pasado las últimas horas intentando arrancar a la muerte a aquellos jóvenes.
María lo comprendía, aún sin mirarlo. En aquellas horas ella había envejecido toda una vida y, aún frisando los treinta, creía parecer una anciana. Sobre todo tras contemplarse, involuntariamente, en un espejo roto de aquel salón. Los mechones rizados le caían descuidadamente por la cara, aunque intentaba que no le estorbaran, apartándolos mecanicamente con la mano. Gesto que repetía con desesperación y hastío.
En ello estaba cuando en la estancia entró un hombre. No llevaba el uniforme de ninguno de los regimientos que ella había aprendido a identificar ese día. Era un marino. Un marino español.  Alto, moreno, parecía en plena forma. Pero en su mirada azul se reflejaba toda la tensión del día. Tensión que remarcaban, pateticamente, sus mutilaciones. Un parche en el ojo, un muñón en su mano derecha y una visible cojera.
El marino recorrió la estancia con mirada escrutadora y ella no pudo evitar sonreirle. Entonces él se le acercó pero en vez de devolverle la sonrisa le espetó agitado:
- Capitán de Fragata Juan Ramón de Ulloa, a su servicio señora. ¿Se encuentra aquí el general Moore?
Su voz, aunque agitada, transmitia seguridad y su brusquedad, en modo alguno transmitía grosería.
- Soy María de Guitiriz, estoy ayudando al doctor Lage,-respondió mientras se limpiaba, avergonzada, las manos ensangrantadas al mandil y se pasaba la mano por el pelo por enésima vez-. El general está arriba, pero-dijo bajando la voz- creo que está muy mal. Antes de que maría pudiera terminar su frase el capitán de fragata ya se había lanzado escaleras arriba.
María, con un encogimiento de hombros volvió a sumirse en aquella realidad de suspiros agónicos, alaridos de dolor y oraciones musitadas resignadamente. De repente los recuerdos acudieron a su mente.
Recordó a su marido. Sus besos tiernos antes de acudir, con el alba, a atender los negocios del oficio de armador. Recordó a su hijo, que con dieciseis años se preparaba para entrar en la Universidad de Santiago. Recordó la paz. ¿Como era posible que solo hubiera pasado medio año?. Todo cambió con la mataza de Madrid. Entonces, en La Coruña, como en otras ciudades y regiones se habían formado Juntas de Defensa y partidas de ciudadanos, de todas clases, dispuestos a luchar. Su marido fué uno de los primeros. Y ahora yacía en algun lugar del fondo de aquel mar hermoso y duro, después de armar un corsario y ser hundido por los gabachos. De su hijo tuvo noticias poco después. Se había unido al Batallón Literario de Santiago cayendo pronto, en Espinosa de Los Monteros.
María se encerró en casa. Estuvo segura de que se volvería loca, esperando la muerte. No volvió a sonreir hasta que vió a aquel marino, que despertó algo que creía muerto.
De sus tristes recuerdos la sacó un grito grave, una voz de mando, al oir la cual la mayoría de los heridos, se levantaron penosamente e intentaron ponerse firmes. Lo que sucedió ninguno lo olvidaría mientras viviera. En una vieja manta fué bajado por la escalera el general. La escena, dramáticamente subrayada por el silencio, era patética. Aquel hombre menudo, transportado en una manta sucia, cuya palídez cadavérica resaltaba a la luz de las velas, era, para aquellos soldados un dios. Aquellos rudos hombres, endurecidos por la batalla, no pudieron reprimir las lágrimas aunque mantuvieran el cuerpo rígido y dieran enérgicos taconazos al paso de su general. De repente un viejo Sargento Mayor de los Gordon Highlanders comenzó a cantar "God Save the King", seguido por todos los presentes.
María no pudo evitar echarse a llorar y Juan Ramón apenas pudo controlarse.
A medida que los navíos iban llenándose una tensa calma se extendió por la estancia. La improvisada enfermera y el mutilado marino se sentaron juntos, apoyados en la pared y fueron haciéndose confidencias imposibles en toras circunstancias. Al terminar una bella unión había nacido entre ellos, casi imperceptible para otros pero muy firme. Como firme era la intención de Ulloa
 Salieron de la casa juntos, para ayudar a cargar a los últimos heridos en los carros que los aproximarían al puerto. Fué entonces cuando, al pié de la escala Juan Ramón se lo dijo.
Le dijo que la amaba, que aunque pareciera una locura en aquellas escasas horas había conocido una paz perfecta, aún en el caos. Que esta seguro de que aquellos ojos negros guardaban su futuro. No le prometió maravillas, los dos eran lo suficientemente mayores para tonterias. Pero si le prometió amarla y cuidarla; llevarla a Escocia, con su madre y darle una vida que se merecía desde hace mucho. No le prometía que, mientras hubiera guerra, estaría con ella, porque ´le había contraido un deber sagrado. Pero si le juró que haría todo lo posible por volver a ella, para que los dos pudieran restañar las heridas del alma, las peores. Por último, ante el silencio de ella le espetó:
- Pero si no quieres, si no me correspondes, cruzaré esta pasarela y no volverás a verme más
- No. Eso No.-Musitó ella mientras las lágrimas bañaban su rostro-.
Entoces el la asió por la cintura y apoyó sus labios en los de ella, que se abrazó fuertemente a él como si luchara por su vida.
Todavía seguian abrazados cuando su navío enfiló la boca de la Ría. Era de noche cerrada y atrás quedaba la ciudad, enmarcada por algunos incendios. Podían ver cerca la Torre de Hércules, iluminada por la luna. Un extraño sonido, semejante a unos relinchos llegaban de una playa cercana.

2 comentarios:

Chela dijo...

Precioso, muy bien.¡Me encantó!
¡Lo tuyo es novelar la Historia!
Un fuerte abrazo, querido amigo

Leonidas dijo...

Gracias Chela, como siempre es un placer saber de tí. Tomo nota de tu comentario. Supongo que se nota mi pasión por la historia. Un beso

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