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El Viajero a través del Tiempo (pues convendrá llamarle así al hablar de él) nos exponía una misteriosa cuestión. Sus ojos grises brillaban lanzando centellas, y su rostro, habitualmente pálido, mostrábase encendido y animado. El fuego ardía fulgurante y el suave resplandor de las lámparas incandescentes, en forma de lirios de plata, se prendía en las burbujas que destellaban y subían dentro de
nuestras copas. Nuestros sillones, construidos según sus diseños, nos abrazaban y acariciaban en lugar de someterse a que nos sentásemos sobre ellos; y había
allí esa sibarítica atmósfera de sobremesa, cuando los pensamientos vuelan gráciles, libres de las trabas de la exactitud. Y él nos la expuso de este modo,
señalando los puntos con su afilado índice, mientras que nosotros, arrellanados perezosamente, admirábamos su seriedad al tratar de aquella nueva paradoja (eso
la creíamos) y su fecundidad.
La Máquina del Tiempo (1895)
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