Beltrán de Acevedo espoleó a su caballo a la vista del castillo. Las jornadas de viaje habían sido largas, sofocantes, agotadoras. Enseguida alcanzó el puente levadizo y la guardia, alertada por el Conde, le dió paso franco.
En aquel recien inaugurado verano de 1.212 los preparativos para una gran batalla con los moros se precipitaban. Y la Orden de Santiago no quería quedarse al margen. Por eso envió correos por doquier, con el fin de que se dispusiesen hombres y pertrechos para la que iba a ser conocida como la Batalla de Las Navas de Tolosa, o por los infieles como Al-Uqab.
Sin dilación Beltrán se dirigió a la torre del homenaje donde el señor del castillo aguardaba. Después de ponerle al corriente de los acontecimientos y de transmitirle las ordenes directas del Maestre, el caballero de Acevedo se retiró a sus aposentos, acondicionados para él. Su estancia era amplia, lujosamente decorada con tapices y albergaba una enorme cama con dosel, a la vista de la cual Beltrán lanzó un suspiro de placer. Hacia demasiado tiempo que dormía en el suelo con la única compañía de su caballo. Al lado de la cama una bañera de cobre le esperaba. Agradecía a Dios que su anfitrión no fuera uno de esos caballeros que pensaban que la higiene debilitaba el espìritu y que no todas las costumbres musulmanas eran pecado.
Después del baño se diculpó con el señor del castillo y pidió una bandeja de comida pues no le apetecía bajar al salón para una cena formal. Además al dia siguiente tenía que levantarse pronto para comenzar a formar y entrenar a la hueste.
La cena se la sirvió una doncella joven, de aspecto frágil, cabellera morena recogida en un moño, cubierto por un delicado velo, sujeto por una diadema. El vestido que la cubría era recatado, con un corpiño rígido que desdibujaba sus formas y una falda que no dejaba ver ni sus pies. No dijo una palabra hasta que Beltrán dió cuenta de la opipara cena. Después retiró los platos y abandonó la estancia.
El Caballero de Santiago rezó sus oraciones, pidió perdón por los pensamientos impuros que le había provocado la visión de la doncella y, poniendose ropa de dormir, se dispuso a disfrutar del insólito privilegio de una cama. Enseguida se durmió.
No supo cuanto tiempo pasó cuando, de repente, el ruido de la pesada puerta al abrirse le despertó. Enseguida echó mano de su espada y su daga, en una reación fulminante fruto de años de instrucción y combates. Pero nada le había preparado para lo que vió. En la puerta, iluminada por un candelabro que sostenia estaba la doncella. Y estaba desnuda. A la luz temblorosa de las velas su cuerpo se dibujaba como un sueño. Su pelo, ahora suelto, le caía como una catarata azabache sobre hombros y espalda y enmarcaba un rostro con una extraña expresión de dulce lujuria . Sus pechos eran perfectos, ni muy grandes ni muy pequeños, pero firmes.Su cintura era juncal y sus caderas eran prominentes pero sin destacar, dibujando armoniosamente la linea de su silueta. El vientre, liso, desmbocaba en un sexo apenas poblado de vello que estaba enmarcado en dos muslos armoniosamente prietos.
Beltrán no supo que decir. No sabía si estaba soñando o era víctima de un encantamiento. La doncella se acercó a él, como caminando por el aire y despojándole de sus armas y camisón, se aferró a su cuerpo, que comenzó a besar dulcemente. Ella aplicaba su lengua como solo una experta podía hacer. Al mismo tiempo sus cuidadas uñas recorrían el cuerpo del guerrero dejando unos surcos de placer y ligero dolor que aumentaba sus sensaciones. La doncella siguó bajando sus labios hasta encontrar el sexo de él. Lo que ocurrió después fué indescriptible. A pesar de pertenecer a una orden religiosa, Beltrán también era un soldado y un hombre de mundo, en absoluto casto. Pero las sensaciones que se desprendian de la boca de la doncella eran desconocidas para él, que respondió con una brutal erección.
Entonces supo que, para prolongar aquel intenso placer, debía de actuar. Abrazó a la muchacha y la tumbó en la cama. Noto que el sexo de ella estaba preparado, húmedo, palpitante. Recorrió su cuerpo hasta que ella, revolviéndose, se puso encima y ,sin decir una palabra, se dejó caer sobre su miembro. Entonces comenzó una danza enloquecida que a él le volvió loco y le llevó, a la vez que a ella, al culminación.
El resto de la noche fué igual. No quedó un lugar de la estancia que no visitaran en su lance amoroso, ni superficie o mueble que no fuera utilizado para ello. Ya clareaba el día cuendo ella, sin decir palabra, se levantó y, cogiendo el desfallecido candelabro, salió de los aposentos por donde había venido.
Al poco rato Beltrán dormía profundamente cuando llamaron a su puerta. Con un gruñido mando pasar al inoportuno visitante que no era otro que la doncella con su moño cubierto por un delicado velo, sujeto por una diadema, su vestido recatado, su corpiño rígido que desdibujaba sus formas y su falda que no dejaba ver ni sus pies.Solo dijo: "El desayuno, Señor".
Beltrán intentó tratarla con familiaridad y, al ver que no se daba por enterada, le dijo directamente:
-Esta noche habeis estado maravillosa.
Ella, visiblemente azorada, le respondió.
-Señor.¡Como os atreveis!. ¡No sé de que hablais!. Os ruego que me respeteis.
Beltrán, sorprendido no dijo nada. Desayunó rápido y bajó al patio de armas donde le esperaba el escudero del Conde quien, cortesmente, le preguntó:
-Señor, habeis descansado bien. Pareceis cansado
Al Señor de Acevedo le pareció que una ligera sonrisa se dibujaba en el rostro del escudero.
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Hace 4 años
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