Pentangeli es una aldea perdida en la mas profunda y mísera Sicilia. Arrasada por la pobreza y las vendettas. Un lugar del que escapar.
Allí nació Giuseppe, hijo mayor de un bracero que tenía que partirse la espalda, de sol a sol, para sacar adelante a ocho criaturas. Todo iba “bien” hasta que la enfermedad se llevó al padre y la madre decidió repartir a sus hijos-entonces ya solo eran seis-entre amigos y familiares, para que pudieran sobrevivir. Como Giuseppe ya tenía diez años se le considerò mayor y le correspondió emigrar.
La madre de Giuseppe, Clara, tenía una hermana en “New York”, casada con un buen hombre, siciliano, por supuesto, que trabajaba en una tienda de alimentación.
Con estas Giuseppe embarcó en el mercante “Domani” con el dinero que clara sacó vendiendo el chamizo al que llamaban casa, antes de irse con otra hermana.
El niño no paro de marearse en todo el viaje. Aterido de frío y miedo se acurrucaba en cubierta bajo una lona para pasar desapercibido de las bandas que infestaban el barco.
Semanas después vió, desde la cubierta una gran “virgen” de piedra surgir del Océano.
Sus compañeros de viaje la llamaban “La Madonna” y “La Signora” y murmuraban que estaba ahí puesta por el mismo Dios para proteger a los italianos. Tenía una inscripción, en su enorme base que, aunque Giuseppe no pudo entender, un marinero le tradujo:
"Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres,
vuestras hacinadas multitudes anhelantes de respirar en libertad,
el desdichado desecho de vuestra rebosante playa.
Envía a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades a mí
¡Yo alzo mi faro detrás de la puerta dorada!"
Por un momento pensó que había muerto y estaba en el cielo. Pero no era así, pues en vez de un àngel le esperaban un policía y un mèdico militar que decidiò ponerlo en cuarentena. Lo metieron en un cuarto cutre, pero mucho mejor que el rincón del jergón de Pentangeli. Allí lo mantuvieron unas semanas hasta que le pusieron un cartòn en el cuello y lo sacaron de la que, tiempo después se enteró, era la Isla de Ellis.
La tía Sofía le esperaba para llevarlo a casa. No la conocía pero enseguida le cayó mal. Le dejó claro que solo lo habían acogido por que eran buenos cristianos, pero que no pensara que iba a vivir del cuento. Nada de estudiar, se pondría a trabajar.
Llegaron a uno de esos barrios neoyorquinos humildes, transitados por gentes de aspecto miserable que hablaban alegremente italiano. Burdeles, casas de juego, cafès, fruterias, panaderías, charcuterias, eran los elementos que daban vida a “Little Italy”, La Calle Mulberry.
En uno de esos negocios trabajaba el tío Francesco; Frankie, le llamaban. Era la “Grocceria Tarantella”, que en realidad se dedicaba al tráfico ilegal de bebidas alcohólicas. Sin recato su tío le explico lo que era un dólar y que en la grocceria se podía multiplicar por siete. Además, ¡prohibir beber!, esos americanos estaban locos.
Asi que Giussepe, ahora Joe, comenzó a trabajar en la Grocceria, en la parte legal.
No le gustaba aquello, ni el trabajo, ni los amigos. Le gustaba el país que se abría ante él fuera de aquel ghetto. Y enseguida se hizo de los “Yankees”; le apasionaba el “baseball”. Y cuando podía se escapaba para colarse en el estadio, a pesar de las palizas de su tio, al que conocían los apostadores.
Allí encontró a Sean O`Finn . Otro diablillo callejero como él pero con el pelo rizado y rojo, piel lechosa e infestado de pecas. Juntos eran imbatibles a la hora de colarse. Se hicieron inseparables. Pero había un problema. Sean O`Finn era irlandés. Cuando Frankie se enteró le dio tal paliza a Joe que el chico se asustó. Además amenazó con mandarlo a Sicilia. Eso fue definitivo.
Mas tarde a Frankie lo hicieron de “La Familia” y Joe fue nombrado “soldado” de lo que nadie llamaba por su nombre, la Organización. A Frankie le encontraron una novia siciliana, como debe ser. Morena, cetrina, con “un poco” de vello corporal , bajita y ancha de caderas. Y sobre todo muy sumisa y nada curiosa.
Todo se decidìa sin él. Se ganó el respeto de los otros “soldati” cuando fue detenido mientras vigilaba un convoy de whisky y fue a la cárcel sin abrir la boca. Fueron unos meses de vacaciones. La organización controlaba también la prisión. Vivían aparte, comían aparte, sobre todo productos de la grocceria, y nadie, internos o guardias, se atrevía con ellos.
Cuando salió su “Caporegime” le esperaba. Ya es la hora-le dijo-Entrarás en la Familia, pero primero has de pasar la prueba. El ya lo sabía. Se trataba de un delito de sangre.
El objetivo era un “polizonte” que no se doblegaba ante la Familia. Tampoco se dejaba sobornar. No era chantajeable ni tenía miedo.
A Joe le dieron una automática Colt 1911 “limpia” y escuetas instrucciones; nada por escrito. Debía esperar al poli cuando este regresara a casa, de noche y, sin darle oportunidad, vaciarle el cargador.
Así llegó la noche. Se vistió un elegante traje por primera vez. Tomo un par de whiskys con hielo y esperó en la esquina indicada a aquel cerdo.
Este llegó puntual, confiado. Entonces Joe, con la garganta seca, empapado en sudor, a pesar de ser Febrero, y con el pulso titubeante, saco la pistola y disparó los siete tiros sobre el tipo. Este calló como un saco de patatas, muriendo antes de llegar al suelo. Joe, se acerco para comprobar lo que ya suponía, que estaba muerto. Yacía boca abajo y la sangre ya se habia congelado por la nieve. Entonces, sin saber por que, le dio la vuelta.
Era un tipo de su edad, más o menos. Tenía el pelo rizado y rojo, piel lechosa e infestada de pecas, en la placa del pecho lucía un nùmero y un nombre, que la luna iluminó: O`Finn.
0 comentarios:
Publicar un comentario